En esta casa, repleta de libros y espejos, te busqué incansablemente. Incapaz de plasmar tu esencia en mis propias letras, me sumergí en las ajenas en un intento desesperado de encontrar algo que resistiera al vacío que dejaste. Anhelaba un atisbo de tu sonrisa, una mirada que retuviera el alma de tus ojos. Sin embargo, no existen palabras capaces de converger contigo, de capturar tu esencia. No hallé rincón alguno que reflejara la serenidad de tu rostro. Me perdí en universos paralelos, en mundos mágicos y realidades desgarradoras, en la prosa poética y en añejos dramas, en todos ellos; tu ausencia. Eres un eco perdido en nuevos abismos que aún conservan recuerdos (casi Proustianos) de aromas que no he vuelto a percibir.
El recuerdo se transformó en nostalgia, pero no una nostalgia común. No era la añoranza por un lugar, una época o una melodía olvidada. Era una nostalgia más profunda, más esencial, un espejo que reflejaba mi propio vacío. Busqué tu rostro en las mujeres que transitaban la calle, tu voz en el susurro de las conversaciones, tu presencia en habitaciones vacías. Y aunque siempre te encontraba, también siempre te perdía; no estabas en ninguna parte, pero al mismo tiempo, estabas en todas, sabías a locura. Había aprendido a ver el mundo a través de tus ojos, y ahora que te habías ido, el mundo había perdido su color, su música, su sentido. Se había convertido en un laberinto sin centro, un poema sin rima, una luz extinguida.
En mi desesperación, me di cuenta de que me había convertido en las letras que no podía escribir. Aquello que antes explotaba, ahora fluía hacia adentro y, ofuscado y furioso, secuestraba los recuerdos con tu nombre. Me convertí en el protagonista y el lector, el espejo y el reflejo, el laberinto y el camino. Me convertí en la ausencia y la presencia, el silencio y la música, la sombra y la luz. Una tarde muy parecida a esta, te busqué en otras letras, en los latidos de otros universos. Pero tú no estabas allí.
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