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Gerardo Javier Garza Cabello

SECUELAS DE UN MUNDO INVISIBLE

Actualizado: 5 sept 2023


Recorriendo la ciudad, no pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que no era fundamentalmente importante conocer un mapa de Berlín para evidenciar que el muro todavía existía, y existe, de una manera muy significativa y contemporánea. Solo hace falta hablar con algún habitante de aquella Alemania para notar y comprender que aún en este tiempo, se definen a sí mismos como del este o del oeste, que los prejuicios y estereotipos siguen como cicatrices en su alma, definiendo quiénes son y cómo viven.


El Berlín que conocí:

En esta ciudad han pasado tantas cosas en tan poco tiempo que recorrer sus calles es una experiencia surrealista, danzan en una relación íntima los vestigios de la Alemania nazi con la época de la postguerra. Las referencias a la comunidad judía son un recordatorio constante de lo que ahí se gestó, el reflejo inmediato de los alemanes ante estos monumentos, ante esas historias que en la calle se cuentan, son de vergüenza y tristeza, pero la insistencia del turista curioso prevalece y es inevitable que compartan lo que ellos saben de ese pasado gris.


Y a pesar del Holocausto, el comunismo, la segregación y la intolerancia aún encarnada en la piel de sus habitantes, Berlín es sublime, llena de símbolos que nos permiten ver que el pasado no se olvida. Invisibles cicatrices te invitan a explorar sus rincones abandonados, donde todo se ha quedado estático, dejando entrever una ventana de aquello que hasta hace apenas 30 años, era la cotidianidad. Recorrer las estaciones del metro y descubrir "construcciones" improvisadas que servían de puntos de control del ejército comunista, encontrar parches de ladrillo viejo que cerraban las puertas de acceso a lugares prohibidos, la intolerancia latiendo 3 décadas después.


En la ciudad, se erigen monumentos de lo que el muro fue, sin embargo, más allá de la obviedad de un muro "de museo", existen los claroscuros de una sociedad que no se ha repuesto de la separación. Palpable es la historia cuando notas que la modernidad sigue un trazo urbanista que al observador le da la percepción de una división obvia; estás parado en la Alemania comunista observando cómo, hasta los ladrillos de las banquetas son distintos, se percibe, al menos, un aire de desigualdad.


Hubo una época hace muy poco tiempo en la que se consideró que todo lo que venía del este era malo, y se les dijo que todo lo que habían experimentado hasta ese día debía ser arrojado a la basura y deslegitimado por los crímenes de la Stasi. Ellos, al igual que todos, solo querían ser felices, y al final los que habitaron esa época, esa zona, ese conflicto, intentaron ser felices, como un mantra. Eventualmente, los berlineses terminaron haciendo lo mismo que las personas hacen en todo el mundo: trabajaban, se enamoraban, tenían hijos, bebían una cerveza al final del día y hacían lo mejor que podían, nada romántico, nada nostálgico, solo la brutal realidad.


La historia de Berlín, de Alemania y del mundo entero, cambió el 9 de noviembre de 1989. Bien lo dijo el ex presidente alemán Horst Köhler: "El Muro era un edificio de miedo. El 9 de noviembre, se convirtió en un lugar de alegría". Con la furia contenida por 30 años, miles de alemanes salieron a las calles a destruir el muro. Horas antes, en cadena nacional, Günter Schabowski, vocero de la DDR, hizo caso omiso a la petición de su gobierno y ordenó que la caída del muro tuviera efecto de manera inmediata. No hubo ejército que pudiera detener lo que estaría a punto de suceder. Con las herramientas que pudieran encontrar, este y oeste derribaron el muro en medio de un grito que al unísono ensordecía toda la represión. Renacieron como país, como individuos, como república.


Lo ocurrido esa noche hizo que todo aquello vibrara con un espíritu de rebeldía que, a la fecha, sigue resonando en sus calles. El arte callejero hace que esta ciudad se exprese en su propio idioma, a su propio ritmo. Condenados por su historia, se motivan a seguir adelante, con un recuerdo que impulsa a gritarle al mundo que no ha sido fácil, que no olvidan y que no quieren olvidar. Es así como es Berlín hoy día, dinámica, envolvente y embriagante, nos recuerda calle a calle que ahí habitan los sobrevivientes de la última revolución de la humanidad, que el espíritu de toda una generación vibra aún con ese pedazo de la historia.


La consecuencia; un expresivo concepto que colorea sus calles y callejones, también, el recuerdo y la esperanza, derrumbar lo indestructible, y construir sobre un recuerdo agridulce una nueva personalidad, llena de misterios y matices, llena de creatividad y estilo. La ciudad que ha vuelto a nacer por lo menos tres veces en los últimos 100 años, que fue prusiana, nazi, soviética y libre, vas por el morbo del Holocausto y la ocupación soviética, el muro y Checkpoint Charlie, y que termina por cambiar quién eres. Te desafía al punto que no queda más que latir ese mismo latido, sentir esa misma tragedia, como si fuera tuya, como si hubieran sido tu sangre, aquellos judíos y aquellos rebeldes, que han teñido de rojo sus caminos.


Sin duda volvería, las veces que pudiera hacerlo, porque he estado aquí 2 veces, con 16 años de separación, y ha sido una ciudad distinta cada vez. Es poética y radiante como ninguna otra ciudad que haya visitado, plagada de arte y artistas en cada pared, en cada edificio, tiene una personalidad muy definida, es imposible compararla con alguna otra ciudad. Esto es producto de su historia y de la historia que otros países han querido que ella tenga. No creo que haya una ciudad en el mundo en la que hayan caído tantas bombas, como símbolo, destruir Berlín fue en su tiempo, destruir el nazismo, después, destruir el comunismo, y entre tantas transformaciones, entre tantas catarsis, sobrevivió un espacio lleno de arte, de gente agradecida y alegre, de colores y espacios que invitan a pensar, a sonreír. Qué paradoja que tanta tragedia haya dejado tanta felicidad.

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