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Gerardo Javier Garza Cabello

120 horas



Conocí a una chica con una flor por su nombre, y era un suspiro de luz en la noche. En 120 horas, abracé pasajes que había olvidado en mi memoria. Era una noche sin horas, donde el universo olvidó todo lo que creía conocer; su piel olía a verdad y sus delgados dedos danzaban al ritmo de una melodía mientras me hablaba, de todo y de nada al mismo tiempo. Caminaba con gracia, como una sombra sobre el agua; su cabello oscuro parecía hecho de una materia que jamás había visto. Me miró brevemente y, sin quererlo, algunos miedos que no sabía que aún tenía se desvanecieron.


Sus labios pronunciaban nuevos misterios y, como una sirena alejada que quería llamar mi atención, sonrió, formando los hoyuelos más lindos de la historia del tiempo. Intenté desesperadamente darme cuenta de que tal vez, algún día, ese sería uno de los recuerdos más hermosos de mi vida. No sabía qué hacía allí, no sabía qué hacía aquí, y ese instante tan nuestro se volvió abstracto como un faro iluminando la ausencia de un barco. Éramos dos almas errantes, destinadas a encontrarse justo donde convergen el pasado que ya no existe y el futuro que aún no ha existido.


Testigos silenciosos de ese momento, incrédulos, no tenían idea que estaban presenciando la materia que conforma las luces del alba, destellos de plata sobre su rostro, sus rasgos con una belleza atemporal. Era como si la noche misma se hubiera enamorado de ella y quisiera envolverla en su abrazo eterno. Sus risas resonaban como campanas en la penumbra, un eco de alegría que me llenaba de calidez y esperanza.


Paseamos por calles que no existían mientras estábamos estáticos en un mismo lugar, tal vez éramos tú, yo y la luna esperando el coche, pero también era un universo de deseos que formaban un manantial, recorriendo callejones estrechos que parecían ser todos los secretos que esta ciudad ha guardado. Las sombras de los edificios antiguos nos envolvían, y prevaleció un mundo distinto donde solo existíamos ella y yo y la paciente complicidad del cielo nocturno.


El tiempo se volvía inmaterial, y el viento, que acariciaba la piel, se rendía ante ella y su risa resonante. Nos sentamos en un banco bajo la sombra de un árbol que había nacido hace 100 años, y el viento parecía susurrarnos secretos ancestrales. Toda la magia del universo pareció volverse un vistazo y un par de córneas dilatadas. Nuestros ojos dijeron las palabras que no supimos pronunciar, y una nube invisible de anhelos abrazó el corazón. Ella era poesía, y yo me sumergía. El presente era eterno y se volvió un cuento que no podía ser contado. Pero resonaba entre comillas en mi mente como un mantra: "Conocí a una chica con una flor por su nombre", símbolo de lo efímero, como una melodía que se desvaneció y se volvió canción.

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