Nada dura la eternidad que creemos, al menos no para aquellos que deciden buscar un consuelo, una sonrisa o una vereda en la que los caminos sean más amplios y quepa espacio para ir codo a codo. Me desagrada esa imagen del comedor desolado y el tipo frustrado queriendo sacarle una mueca a su rostro, como "Nighthawks" de Hooper, sin nada que decir, sin nadie a quien decírselo... ¿Cuánto durará este ocaso? En mi reloj marca la hora para que terminen los fracasos, y he ido recordando anécdotas que quiero que escuches porque siento que has llegado. Porque esto, más que inesperado, se siente orquestado por la maquiavélica fuerza de un destino. Y no creo en esas cosas tan subjetivas de la magia de los astros y las cartas fulminantes ni en los eventos aleatorios que tienen que ver con Júpiter o Marte, pero me siento tan feliz que dudo que no exista una magia divina que me haya llevado a encontrarte.
Y eres tan bella que no te cabe ningún adjetivo, se quedan cortos en su intento por medir la alegría en el arco de tu sonrisa, la magia de tu mirada, la manera en la que nunca había tomado de la mano a alguien que me hiciera sentir al mismo tiempo tan vulnerable y tan grande. Eres tal vez producto de las probabilidades, porque han pasado más almas de las que hemos contado. No somos miles de millones que respiramos el día de hoy, somos también los ríos de almas que han navegado este océano desde que inició el tiempo hasta que sobreviva la última estrella. Esa es nuestra coincidencia, la de estar en el mismo lugar, la misma era, el mismo sol y la misma estrella, contándonos las heridas, curándonos los insomnios, conectando nuestras almas en el mismo adagio que un día Bernstein tocó en el piano. La casualidad de las casualidades, la dicha de mirarte, el manifiesto de la relatividad del tiempo, porque nunca nadie ha podido medir con exactitud la prisa con la que ahora me está latiendo el corazón.